No me parece demasiado objetivo el reportaje, basado en opiniones, dichos y trascendidos, sin la opinión de alguno de los participantes o como mínimo de algún expeptos en aviación y de fondo los buitres de siempre buscando un beneficio enconómico, es comprensible el dolor de las víctimas a quienes esos buitres siguen revictimizando.
VÍCTIMAS OLVIDADAS
- La tragedia que nadie explicó
En 1971 ocurrió el accidente aéreo más grave de nuestro país.
Un festejo por el aniversario de la Armada, protagonizado por dos helicópteros de guerra,
terminó con ocho muertos y 40 heridos graves. Tras 47 años, las víctimas aún reclaman una
indemnización, pero casi todas perdieron las esperanzas.
MARIÁNGEL SOLOMITA
Cuarenta y siete años atrás, el 14 de noviembre fue un domingo caluroso. Había 20.000
personas rodeando el parador Kibón. La inmensa mayoría, tenía la vista clavada en dos
helicópteros que tres meses antes la Armada Nacional le había comprado a Estados Unidos.
Eran naves antiguas, que lucharon en la guerra de Corea, luego en Vietnam, y habían sido
retiradas de servicio. Desde 1969 esperaban su fin o una nueva vida en Arizona.
El diputado Justo Alonso quiso armar una comisión investigadora para evaluar con qué
propósito se había decidido su compra por US$ 320.164. Eran máquinas cuyo mantenimiento,
cada año y medio, rondaba los US$ 550.000.
La comisión no prosperó, los helicópteros fueron probados con éxito, y la Armada decidió que
serían los protagonistas de la celebración de su 154° aniversario. Iban a demostrar frente a una
multitud, en la playa, su utilidad para maniobras de salvataje. Ese domingo, dos meses después
de que 111 reclusos se fugaran de la cárcel de Punta Carretas, y dos semanas antes de las
polémicas elecciones de 1971, la actividad montevideana se dividió entre el fervor de las
caravanas políticas y la promesa de un día de fiesta.
Era fácil acceder a los helicópteros. Pablo, el hijo de ocho años de Susana Dorado, se metió en
uno y tomó una cantimplora que le agitó a la distancia a su madre para que la viera. Incluso el
adolescente Jorge Pozzi ?que después sería diputado y ayudaría en la investigación del caso?,
se acercó para verlos de cerca. Eran hábiles, los helicópteros. Primero izaron a tres hombres
ranas, luego a tres marinos que simulaban estar en problemas en una embarcación, y después
transportaron una bala de cañón. Por último, la proeza mayor, sería levantar un jeep que
pesaba casi una tonelada.
El piloto Waldemar Perdomo al que apodaban "el loco" por su carácter?, intentó dos veces
levantar el vehículo, pero no lo consiguió. Al tercer impulso, a unos cinco metros de altura, el
jeep y la nave se movían como un péndulo. El piloto no soltó la carga en el mar. Ante la mirada
incrédula de los espectadores, giró 180°, el jeep pegó en las rocas y cayó sobre el terraplén. La
nave chocó con la otra que esperaba, con el motor encendido, en medio del público.
Una escena de guerra.
El cuerpo flaco de Robert Tchodjuklian se elevó en el aire por el impacto entre los helicópteros y
cayó justo debajo del que estaba estacionado. Ahí quedó atrapado con las rodillas despellejadas
hasta el hueso. Y cuando comenzaron las explosiones, desde esa posición fue, a sus 17 años,
un espectador involuntario de la tragedia.
Vio las hélices volar y con ellas todo tipo de materiales que decapitaron a tres personas. Vio
caer al niño Pablo, el de la cantimplora. Vio a una chica aplastada debajo del jeep.
Seguramente, habrá visto a las adolescentes Moina Jack y Chantal Stajano, que iban a tomar
un helado, en su primera salida sin adultos, con las piernas heridas.
A su vez, Stajano recuerda haber visto a Alberto Forteza minutos antes y minutos después del
choque. Forteza tenía 12 años y esperaba que llegara diciembre, porque si salvaba el año su
padre le regalaría una batería, pero se fue de la playa sin el brazo derecho y sordo de un oído.
Dorado alcanzó a su hijo Pablo y sintió en sus brazos cómo se desvanecía, mientras escuchaba
a su marido gritarle que se fuera, que él ya no tenía posibilidades: una de sus piernas estaba
deshecha y el fuego que comenzó a comerse las naves había empezado a quemarlo.
Cuando vio las llamas, Tchodjuklian, todavía atrapado debajo del helicóptero, cerró los ojos. Un
marinero le sacó el nene de los brazos a Dorado y lo puso en el auto de una familia que
circulaba por la Rambla, que lo llevó a un hospital, donde murió. Ella sacó a su marido de
debajo del aparato y lo enviaron a otro sanatorio. Se salvó a medias, porque el resto de su vida
fue un calvario.
?Estaba sola y dije, ¿ahora qué hago? Ya no tenía nada. Así que empecé a correr con el resto de
la gente en pánico ?recuerda Dorado, con una de esas sonrisas terribles que se instalan en los
rostros que ya contaron demasiadas veces cómo es el horror.
Lo sigue contando porque hay gente que de este accidente no sabe, y porque ella, al igual que
las otras víctimas, siente que la justicia no les llegó a los ocho muertos (entre ellos dos niños),
27 mutilados y 13 heridos que dejó el espectáculo. No actuó la justicia ordinaria, no hubo
culpables, no hubo explicaciones, no hubo indemnización. Y cuando eso pasa es imposible
moverse.
Dice:Yo siempre me quedé en las 17:25 horas de ese domingo en el Kibón.
Aquí no se habla.
En los días que siguieron, otros seis de los heridos murieron, cuentan las víctimas. El 16 de
noviembre El País publicó que las autoridades aseguraban que los helicópteros estaban en
perfectas condiciones para la demostración. Sin embargo, una periodista que presenció el
siniestro describió un extraño ruido del motor que permitía suponer una falla técnica. Desde ese
momento, la duda que se instaló fue si la tragedia había ocurrido por un error humano o
mecánico. La respuesta quedó silenciada durante décadas. Fue sepultada por una historia que
pesó más que el alivio de todas estas vidas rotas.
Según recuerda Dorado, la noche del accidente un juez se presentó en la escena para comenzar
el presumario, pero los militares no le permitieron actuar. Ella misma vio, cuando volvió al
Kibón a las tres de la mañana, cómo el charco de sangre y restos humanos habían sido tapados
por pedregullo que arrojaban desde camiones de la Intendencia de Montevideo. De los
helicópteros, publicó la prensa, solo sobrevivieron las colas. Pero estos restos terminaron por
desaparecer, evitando así otras investigaciones.
Hubo quienes quisieron iniciar un juicio, pero ningún abogado se animó a representarlos. En
medio del receso por la campaña electoral, el Parlamento no intervino. La Armada decidió que
el accidente se investigaría en la justicia militar.
Carlos Demasi, uno de los pocos historiadores que estudió el tema, explica: "Teóricamente la
justicia militar solo puede juzgar a militares en tiempo de guerra y por delitos militares, pero
este es un delito civil y no era tiempo de guerra. La cuestión es que el poder que estaban
tomando las fuerzas conjuntas era muy grande y la justicia ordinaria estaba muy presionada
entre los tupamaros por un lado, y el Ejército por el otro, que le recriminaba que era débil".
MASMEDIA - Resumen Diario del 18-11-18 Página 13 de 115
http://10.1.99.60/guardar.php?dia=18&mes=11&ano=2018 18/11/2018
"La construcción de memoria siempre es una negociación entre lo que se recuerda y lo que se
olvida, y esta tragedia, curiosamente, ha quedado del lado del olvido por las figuras de todos
los partidos políticos."
CARLOS DEMASI
Historiador uruguayo
En marzo de 1972, un tribunal militar dio por cerrado el caso por no encontrar transgresión a
las normas vigentes. Entre el personal de la Armada se rumoreó que al piloto Perdomo le
descontaron del sueldo el costo de los helicópteros hasta que murió.
Las pericias técnicas se mantuvieron reservadas hasta entrados los años 2000. El horror de
aquel domingo se esfumó en un 1972 lleno de furia, y apenas se recordó un año después, ya en
dictadura. "La historia que siguió se tragó esta tragedia", dice Demasi.
En 1973 la prensa publicó que iban a indemnizar a las víctimas, pero apenas algunas fueron citadas, sin abogados, para negociar una reparación en la Armada.
Hubo quien recibió la suma de US$ 2.300, a otras les tomaron como forma de pago un viaje de rehabilitación en el exterior y un puesto en la
Armada a Forteza; una cirugía plástica a Jack; o la compra de un nicho a Dorado.
Del nicho solo pagaron tres cuotas y trasladaron la deuda a la familia. Allí descansaba el niño Pablo.
Sin embargo, en 1974, Kenneth Heller, un abogado neoyorquino con fama de tiburón, vio en el
accidente y en su posible causal mecánico la posibilidad de ganarle un juicio millonario a la
United Technologies Corporation (UTC), que fabricó las naves.
Reunió a 31 víctimas, hizo que les realizaran por primera vez pericias psicológicas y físicas, pero ni siquiera él pudo acceder a la documentación secreta, ni a los restos de las máquinas. Se rindió, pero volvería, porque esta también es una historia de ilusiones.
Un mes en Nueva York.
En 1985 la democracia no les trajo claridad. Hubo quienes volvieron a intentar hacer un juicio
pero, otra vez, ningún abogado aceptó enfrentarse a los militares: todavía no había garantías,
les dijeron a las víctimas.
Para ese entonces, el joven Forteza había empezado a convertirse en trompetista y aceptado un
trabajo en la Armada. Tenía de colega a Norma Lorenzo, otra de las heridas en Kibón, que
había perdido a su novio entre las aspas.
En tanto, Carlos Porta, el esposo de Dorado y padrastro de Pablo, había intentado suicidarse varias veces; nunca logró recuperarse de aquel impacto.
Todo era resignación, hasta que en 1991 el abogado Heller regresó. Envió una carta a El País
avisando que la causa se reabría y les anunció a sus clientes más jóvenes que había conseguido
que la Suprema Corte de Nueva York contemplara abrir el caso para aquellos que eran menores
durante el accidente. Primero, les explicó, tenían que pasar por la etapa de deposición, es decir,
rendir testimonio frente a los abogados de las dos partes.
En la década siguiente, Stajano, Jack, Tchodjuklian y dos hermanos de apellido López,
recibieron cartas y visitas del excéntrico abogado. Como necesitaban testigos, Heller investigó a
varios de los 107 policías, militares y marinos que esa tarde trabajaron en Kibón, y coordinó
entrevistas con las víctimas para conseguir sus testimonios. También les pidió que contrataran
un detective privado para hallar a los pilotos, y que publicaran un aviso en los clasificados para
encontrar alguna filmación del accidente: debían fingir ser escritores interesados en hacer un
libro.
Todos nos pedían plata. Heller nos avisó que lo más probable era que nos siguieran abogados
de la UTC, y así fue. Pero también nos amenazaban por teléfono. Me llamaban y me decían
"déjate de joder".
Al detective también lo asustaron y se retiró cuenta Tchodjuklian.
Aparentemente sobornados por la empresa estadounidense, ningún testigo prestó declaración.
En Canal 4, el gerente les dijo que en dictadura la cinta del accidente había sido editada. Pero
en 2008 el periodístico Código País emitió un registro casero con la secuencia completa del
choque e hizo públicas las pericias realizadas en 1971. Este grupo ya las había obtenido por
medio de un colaborador, pero no las habían ventilado por temor, y porque en definitiva no aseguraban que la falla fuera mecánica, lo que podía perjudicar la estrategia de su defensa.
En 2001, los clientes de Heller viajaron a Nueva York. Estuvieron un mes visitando médicos
para hacerse más estudios. Tras una audiencia donde hicieron falta tres intérpretes para
entenderse, y tras la realización, en 2002, de otra pericia que la UTC le había encomendado a
dos militares uruguayos, y que concluía que el accidente se había dado por un error del pilotaje,
el juicio no se aprobó.
Pero a estas víctimas les queda una espina. La UTC había querido negociar antes y ofreció US$
2 millones por cada una, pero Heller, que ya llevaba invertidos US$ 2 millones en el caso, y que
se llevaría el 33% de la ganancia, quería US$ 40 en total, y no aceptó. Él no perdió dinero,
porque el caso estaba asegurado por una compañía británica, como se estila hacer en otros
países con los juicios importantes.
Luego de Heller aparecieron otros abogados uruguayos interesados en probar suerte una vez
más en Estados Unidos, pero ninguna de las víctimas aceptó.
Nosotros ya no esperamos nada, pero nos gustaría que el Estado nos pidiera disculpas. Creo
que hay algo que no sabemos y que por eso se tapó tanto dice Stajano.
La verdad, o falta
El jueves pasado fue un 15 de noviembre caluroso. Era un día de fiesta para la Armada
Nacional. Allí estaban viejas y nuevas autoridades celebrando su 201° aniversario. Estaba el
presidente Tabaré Vázquez.
Y estaban, aisladas en un rincón, las siete hermanas que quedan de la familia Iturrioz, hijas de un policía que perdió la pierna en Kibón. Fueron para decir que el tiempo no cura.
Son las únicas que todavía se plantan cada aniversario para denunciar que el Estado lleva 47
años debiéndoles una respuesta. La denuncia de las hermanas está a la vista: usan una banda
de tela blanca que les atraviesa el pecho, y sobre la tela están escritos los nombres, en
cartulina rosada, de los fallecidos.
Elizabeth, la principal voz de estas víctimas, lleva en el cuerpo el nombre de Audilio Amaral, un marinero que murió decapitado por una hélice.
Nunca encontraron su cabeza. En el ataúd se colocó una bolsa pesada, que la familia descubrió tres
años después, cuando hizo la reducción del cuerpo.
El Comandante en Jefe de la Armada, Carlos Abilleira, inició su discurso recordando a los 44
tripulantes del submarino argentino Ara San Juan y a los fallecidos en "el trágico accidente del
Kibón".
Accidente, dijo, y la mayor de la Iturrioz suelta:No fue un accidente. Yo siempre digo masacre, pero me cambian la palabra.
A fines de 2004, tras la victoria del Frente Amplio, Dorado recibió la llamada de Elizabeth
Iturrioz, que le habló de unirse, visitar el Parlamento para pedir información sobre el accidente
e iniciar un juicio penal.
A ellas se les plegaron otras víctimas. Según rememora el exjuez Juan
Carlos Fernández Lecchini, realizaron una denuncia penal contra el Ministerio de Defensa por el
delito de homicidio y lesiones. En su investigación logró reunir prácticamente toda la
documentación que había sobre el caso. Incluso las pericias técnicas de 1971, realizadas
inmediatamente después del accidente por el capitán de navío Alberto Da Costa y por el
comandante en jefe de la Fuerza Aérea, brigadier José Pérez Caldas.
En los documentos, a los que accedió El País, se halló como causa primaria un error de pilotaje,
porque el piloto no declaró la emergencia y no realizó un acuatizaje de emergencia como debía;
y como secundaria, errores de organización.
El puesto de copiloto lo había ocupado un piloto
"con experiencia nula en helicópteros", y ninguno había realizado previamente un
reconocimiento de la zona.
El Kibón era un lugar "inadecuado" para el evento y había "mínimas garantías de seguridad": una sola ambulancia y ningún elemento de lucha contra el fuego. Pero también se mencionó una posible falla mecánica del gancho de agarre, que suelta al jeep; "presumiblemente se ha abierto por el choque", dice la pericia.
El otro informe, realizado en 2002 por el coronel aviador Roberto Meyer y el capitán de navío
Héctor Ballabio para la UTC, en el marco del juicio de los menores, consideró que el gancho de
agarre fue arrancado desde sus puntos de fijación y que no falló.
Indicó que se utilizó un combustible inadecuado que, combinado con los errores de procedimiento en la emergencia y errores doctrinarios, causó el accidente: no un funcionamiento defectuoso del helicóptero.
Fernández Lecchini había investigado buscando un delito de lesa humanidad, que permitiría
saltearse la fecha de prescripción de la causa (10 años desde 1985); pero, al no hallarlo, el
fiscal pidió en 2012 que se archivara el caso y él coincidió.
Su sensación es que se reunió todo el material disponible y que no quedó nada por aclarar.
Las locas del Kibón.
Dorado y las Iturrioz insisten en que todavía hay más, y por eso algunos las llaman locas. Ellas
escucharon que el piloto estaba ebrio el día del accidente, y que se temía un ataque guerrillero
en Kibón. Además creen que para la pericia de 2002 se accedió a los restos de los helicópteros
que dicen inexistentes, porque aseguran que fueron amenazadas por teléfono para que dejaran
de preguntar. Elizabeth revela que tiene pistas en el extranjero, y que está en contacto con una
fundación que ayuda a víctimas de desastres aéreos que va a pelear por la indemnización y la
verdad que el Estado les debe.
El día del festejo de la Armada, el ministro de Defensa, Jorge Menéndez, prefirió no contestar si
todavía queda algo por responderles. "No es un desaire", dijo, "pero ya hablé con la prensa". A
la prensa le había respondido preguntas acerca del plan de seguridad de la cumbre G20. Juan
Pedro Delgado, director de asuntos jurídicos y derechos humanos del ministerio, sabe que
todavía hay víctimas reclamando. "Pero no puedo contestar porque no tengo la información,
aunque me voy a interesar por el tema", prometió.
Desde hace 10 años, gracias a una gestión del diputado Pozzi, aquel que había estado en el
accidente, se puso una placa conmemorativa en Kibón. Esta fue la única gestión de las víctimas
que no se frustró. Debajo de la placa oficial, las Iturrioz colocaron otra. Dice, como una
advertencia: "La justicia divina tarda, pero llega".
Cada 14 de noviembre, Susana Dorado vuelve al lugar donde su vida se detuvo, y lucha consigo
misma.
Yo me enfermé de diabetes por estrés emocional y dije esto ya está. Pero se acerca la fecha y
pienso, ¿ya está? Yo le estoy debiendo a mi hijo una verdad: ¿qué paso en Kibón? ¿Hubo
negligencia o hubo un atentado? ¿Por qué nos abandonaron? ¿Por qué nos decían las locas del
Kibón cuando recorríamos oficinas de legisladores para pedir ayuda? ¿Por qué siempre nos
vieron como un enemigo? Nosotros, ¿qué somos?
El documental que quiso echar luz y fue mal entendido.
El cineasta Maximiliano Contenti creció escuchando la historia de la tragedia de Kibón. Su padre
había sido uno de los espectadores de las escenas de horror: había visto cómo una de las
hélices decapitaban a un hombre.
Corrió hasta su casa y allí se quedó, meses, sin contarle a nadie lo que había visto porque estaba en shock y temía problemas con los militares.
Contenti se imaginaba esta historia e intentaba visualizarla, pero sin precisión, porque no había
imágenes que mostraran la secuencia del accidente. Se enteraría después, que había, sí, pero
no eran públicas.
Durante algunos años recopiló material junto al investigador Antonio Pereira y
luego lo convirtió en el documental Hélices, de 52 minutos, que dirigió junto a Adrián Barrera,
produjo Salado TV y se estrenó en 2013.
La obra fue financiada principalmente por los fondos de fomento cinematográfico y audiovisual en la edición de 2008. Como estos fondos los otorga la Dirección del Cine y Audiovisual Nacional, algunas víctimas, como las hermanas Iturrioz y Susana Dorado, creyeron que se trataba de una versión oficial de la tragedia y se negaron a participar.
No sabían que en nuestro país casi la totalidad de la producción cinematográfica se financia con dinero público.
El documental, disponible en Youtube, no cuenta con sus participaciones.
Sin embargo, Dorado asistió al estreno y cree que se trata de trabajo responsable y justo.